Resulta muy curioso que, de las diez personas que más he admirado en mi vida, lo cual no es una exageración- tres de ellos son dominicanos. Mi admiración no está dada solamente por la tradición popular, por los libros de historia o las innumerables crónicas escritos sobre ellos. Está motivada más bien por la curiosidad que me condujo a una lectura-estudio personal un poco más profunda de sus vidas, por leer entre líneas, además de las fuentes anteriormente mencionadas.
Juan Pablo Duarte. El es, por supuesto, el primero de los tres. ¿Qué puedo decir sobre él que no se haya escrito ya?. Su vocación de servicio, su amor incondicional a la patria, su lucha incansable, sus renuncias personales en aras de un logro común mayor; privaciones, violencias e injusticias padecidas con resignación y que parecieron pocas, sus renuncias con tal de garantizar que el pueblo dominicano tuviera la libertad absoluta de la que todavía asombrosamente goza hoy.
Minerva Mirabal. No las hermanas Mirabal en conjunto, sino específicamente ella. No quiero desmerecer jamás a las demás hermanas y su contribución a las conquistas de las que gozamos las mujeres -nada mas lejos de mi intención- pero no puedo dejar de reconocer y asombrarme de la fuerza de esta mujer sin igual: su osadía y hasta su imprudencia al obrar en un mundo eminentemente machista y represivo, sin importarle -o mas bien sin amedrentarle- que en ese entonces la mujer era poco menos que un adorno, un mueble, sin poder para elegir y mucho menos imponerse, aun cuando por su proceder tuvo en contra el peor tirano que pudo ganarse como enemigo: Rafael Leónidas Trujillo.
Juan Bosh. El político, el escritor, el hombre honesto que no negoció sus principios y demostró que aun estando en las más altas esferas se puede ser humilde, integro, honesto, y continuar siéndolo a pesar de tener el poder en sus manos. Aunque lo admiré desde siempre, es lamentable que no haya comprendido del todo su enorme valía y su merito como escritor, sino justo hasta después de su muerte -algo que nos ocurre con inusitada frecuencia- aunque por ello tal vez, he asimilado la riqueza imperecedera e inimitable de su gran legado, no solo para nosotros sino también para el mundo entero.
Estos tres personajes -sin contar a Ramón Mella, Francisco Del Rosario Sánchez, Concepción Bona y otros tantos que adornan los anales de nuestra historia, son suficientes para inspirar un enorme respeto, sentimientos nobles y el orgullo de pertenecer a una patria que poco a poco se rompe en pedazos ante la mirada indiferente de sus hijos y la negligencia de sus autoridades, que no dudan un ápice en mercadear nuestras riquezas y privilegios como pueblo, con tal de obtener ganancias personales deshonestas -o con su anuencia en la mayoría de los casos- no importándole si con ello pierden hasta su propia identidad.
Ellos tres demostraron -con hechos- que no es una utopía pretender que las cosas mejoren, que los dominicanos tomen conciencia de su necesidad de tomar partido activo para el cambio, de involucrarse y luchar por motivos nobles. Que no es imposible entender que cuidar la cosa pública es cuidar lo propio, su integridad, la vida misma, que no basta con echarle la culpa al gobierno de turno, que cada dominicano tiene su cuota de responsabilidad de que el sistema no funcione como debe y para lo cual fue ideado, dejando de ser parte del problema y la búsqueda de la solución una tarea de todos.
Es difícil sentirse plenamente orgulloso de ser dominicano, cuando la política para servir ha pasado a ser la cuchara para lucrarse, donde los medios para conseguir dinero no importan sino el fin, donde se admira a quien tenga más poder económico sin importar su procedencia, donde la salud y la educación son obsoletas y la cultura, esas costumbres que nos daban sabor y nos identificaban como pueblo, son burdamente anuladas para dar paso a tradiciones ajenas a las nuestras y con cuyo esencia no tenemos nada en común, porque nos resultan pasadas de moda o ridículas, donde cualquier cosa es buena si me beneficia a mí, donde mis valores cambien dependiendo de las circunstancias.
No es fácil sentir orgullo en un país donde la carencia de valores, la perdida de moral y de principios, es el pan nuestro de cada día, donde el amor por lo nuestro y el respeto por los valores, símbolos y efemérides patrios son cada vez menor, a pesar de la lucha de aquellos que nos garantizaron ser libres hoy pagando un alto costo por ello. Lo sería en donde cada cuatro años no se retroceda lo que se ha avanzado por motivaciones meramente partidistas, donde cada ciudadano tenga acceso a los servicios mínimos y pueda ejercer sus derechos libremente para tener una vida digna. Personalmente me siento triste por la indiferencia que nos arropa, pero a pesar de ello, me niego a renunciar a la esperanza de un país mejor, en donde los intereses egoístas e individuales no tengan cabida. Es difícil; sí, pero no imposible.
Podría contar sin embargo, los motivos que me hacen sentir verdaderamente orgullosa de ser dominicana y que no han sido mermados por el oportunismo, la malicia, o peor aún, por la negligencia; motivos que me permiten mantener todavía la frente en alto y con un mínimo de esperanza de que se puede y de esos pocos, lo es el hecho- sin precedentes para mi- de tener uno de los símbolos patrios más hermosos y con más significado del mundo; una historia llena de heroísmo, de hombres y mujeres valientes, de conquistas inusuales sin contar con los medios idóneos para ello, de tener impreso en el centro de nuestro escudo, tal cual si del corazón se tratase, el sagrado nombre de Dios, de gozar por ello todavía de la inmerecida y prolongada misericordia divina.
De los motivos que aún sobreviven en mi para decir con orgullo que soy dominicana, de los que aún persisten sin ser lesionados, éstas personas que he mencionado aquí son la principal fuente de inspiración.
En este mes de febrero, mes de la patria, deseo que antes de que concluya cada dominicano se haya permitido una mirada hacia atrás por un momento y volver a sentir amor, respeto y agradecimiento por todos aquellos que han luchado para darnos un país libre, para darnos honor e inspirarnos, aun después de su muerte, a luchar y defender este pedacito de tierra, que pesar de todo muchos consideran un paraíso, y el orgullo de continuar siéndolo.
Pido a Dios que nos conceda el poder, la gracia, la bendición de despertar a una nueva conciencia como ciudadanos, donde los intereses personales no sean excusas para seguir erosionando, dañando, diezmando nuestra tierra y nuestros recursos, y donde podamos tener no solo libertad, sino la humildad de reconocer que cada quien tirando para su lado no se logra nada, o al menos, nada por lo que valga la pena continuar luchando.