Esto lo escribí el día 3 de marzo de 2012, y nunca me atreví a ponerlo. Pero, a estas fechas, quiero ser sincera y coherente con lo que siento. Desde luego, no creo necesario decir su nombre.
Esto es todo...!Esto es amor!
Siempre, y no sé si ha sido coincidencia, que en cuestión de amores después
de tener una relación con un hombre, ocurrió que si volvía a aparecer de nuevo
después de terminar con él, fue solo
para salir definitivamente y para siempre de mi vida, para que no me quedaran dudas, esperanzas o
deseo alguno por volver a verlo o saber del susodicho. Ocurrió así en varias ocasiones y no me ha
quedado el más mínimo deseo de ver o de saber del hombre en cuestión, ni la más
leve duda, ni los indeseable “si yo
hubiera…”, “si solo yo...” que tanto
daño hacen y crean tanta esperanzas y expectativas estúpidas; en resumen
capitulo cerrado. En ese sentido sin
embargo, hubo un hombre, el único que en
realidad puedo decir que nunca salió de
mi corazón y hasta recuerdo el día exacto que llego a mi vida, y también, el día
que volvió con más fuerza si cabe, para quedarse definitivamente. A pesar de ser una romántica incurable, siempre
me negué en rotundo a reconocer la remota posibilidad de que el amor a primera
vista pudiera suceder, pero al mirar hacia atrás puedo comprender que en
realidad, con él ocurrió justo así. Porque esto es ni más ni menos, simple y
sencillamente el amor más profundo, fiel y sincero que he podido sentir. Así de
estúpido e infantil, si se quiere, así
de simple, así de humano.
El día que lo “vi” por primera vez, no era el tipo que representaba
mi ideal de hombre. En ese entonces, me
dominaba los sueños juveniles de encontrar el príncipe azul: de apariencia casi
perfecta y de cualidades completamente fantásticas y por tanto, irreales. Pero desde
luego, no el; el no era para nada
perfecto, al menos en lo que a físico se
refiere, y sin embargo, me conquistó tan
solo en una imagen, con su sonrisa franca,
con su linda cara morena y un no-sé-qué, que ni yo ni las demás mujeres que le
amamos o los hombres que le admiraron a lo largo de su vida han podido definir
con exactitud. Simplemente; lo
adoré. Lo ame enseguida, y si bien su
don innato y su talento inaudito me conquisto desde antes de conocerlo, nunca
pudo competir con el sentimiento inequívoco que provoco el muchacho de mirada
limpia y sonrisa franca; por el ser humano maravilloso que mi alma descubrió
cuando mis ojos ni siquiera se acostumbraban a mirarlo. Lo que sentí por el fue tan fuerte, que
recuerdo contarle a mi amiga en la playa Monte Rio, Azua, en una de las
vacaciones inter-semestral de la universidad,
que estaba enamorada de él. Puedo
también recordar aquel día con el cielo claro, el sol aun tibio, el mar inmenso
y nosotras dos haciéndonos confidencia en la arena. No recuerdo exactamente que me contestó mi
amiga Sandra, pero sí puedo recordar la profunda convicción de aquel sentimiento que me inspiraba él. El pasar de los años, las nuevas experiencias, los amores terrenales,
amistades; en resumen: la vida, me fue alejando un poco de él, aunque honestamente nunca pude decir que le
olvide del todo.
Cuando volvió a mi vida, y esta vez para quedarse, lo hizo con una fuerza
abrumadora, arrolladora, absoluta; haciendo que de nuevo me encontrara
amándolo, adorándolo, aceptando sus errores y defectos y amándolo a pesar de
ellos; es más, amándolo precisamente por ellos.
Volvió a mi vida cuando no existían distracciones, ni otros intereses
mayores, ni otros amores que pudieran opacar los sentimientos de ternura, de
amor, y hasta por qué no, de locura que provocaba en mí. De hecho, cuando me entere de su absurda y
prematura muerte, extrañamente estaba sumergida en el afán de reunir los
pedazos de mi antiguo amor por él, extrañándolo y llenando un hueco que en
resumen siempre le perteneció. Su
partida rompió mi alma en dos, desatando
los recuerdos juveniles y desbordando el dolor, donde se confundían los deseos
y la realidad, el profundo amor y lealtad que le profesaba, pero también desató
un torrente de sentimientos que no se si podre o si en verdad quiero eliminar
en mi corazón, pero que he debido
controlar y ocultar para poder seguir viviendo. El dolor es…a veces demasiado; honestamente me
supera. Supera el raciocinio, desafía la
madurez, la experiencia, todo; a veces…y más de las que quisiera, hasta mi fe en Dios.
Conocer sus alegrías y los momentos de felicidad que vivió dibujan una
sonrisa en ocasiones inverosímiles; recordar
sus tragedias, imaginar el dolor y la humillación que enfrentó se hace a veces
insoportable, cuando comprendo de golpe y porrazo que mis lágrimas no lavan el
dolor que siento por su irreparable pérdida,
ni son un real consuelo por su falta y que no me lo devolverán. Cuando
tengo un atisbo de toda su vergüenza, su dolor, su impotencia, la injusticia
contra el cometida, su mundo destruido sin razón.
A veces cuando pienso en su dolor, su
muerte injusta y a destiempo, literalmente
quisiera -y no es una palabra vana,
ociosa- haberme ido yo también. Lo
único que me hace digerible que ya no está es la fe; creer que un día lo veré
de nuevo y sabré que como dice la palabra de Dios en Isaías 57:1,2… “y los
piadosos mueren, y no hay quien entienda que dé delante de la aflicción es
quitado el justo. Entrará en la paz;
descansarán en sus lechos todos los que andan delante de Dios. …”
Cuando leí la
traducción al español del libro de Gonzague Saint Bris
“Regreso A África” en donde el contaba: “He tenido la alegría de aceptar a Jesucristo
en mi corazón como mi salvador personal y él me ha perdonado, ha aliviado mis
sufrimientos, y ha cambiado mi vida. Pero mi mayor alegría fue cuando él me
bautizó con el Espíritu Santo. Cuando he experimentado la luz de Dios en mi
corazón y Le he alabado en otros idiomas, he sentido tal alegría que no existe
gozo mayor ni igual. Y quiero decir simplemente al Señor que Le amo con todo mi
corazón”; finalmente mi alma descansó
de la búsqueda afanosa de un consuelo, de una señal que me devolviera el
sosiego de saber que al fin estaba bien.
Me convencí de que él estaba descansando,
que Dios le había concedido su misericordia, que lo había acogido en su
presencia. Creo firmemente que Dios, mí Dios, no desprecia un alma que
sufre ni un corazón puro y sincero; que un alma que le busca de corazón lo
encuentra, sin importar en donde este. El
sufrió tanto que a veces me parece demasiado -aun cuando recuerdo que Dios no nos dará carga mas pesada que las que
podremos llevar- y estoy convencida que él precisamente no es la
excepción.
Sé que él no fue un santo y mucho menos perfecto; pero nunca jamas, capaz de cometer las atrocidades con que enlodaron su nombre. Sé que cometió errores, que pecó, sí, y esta
es precisamente la cuestión; que precisamente no siéndolo, dio y demostró tanto amor, mostró y tuvo
tanta misericordia con otros, tuvo tanta
nobleza… y mi Dios que dice que el amor cubre multitud de pecados, y que … el
que tiene misericordia alcanzará misericordia; no es hombre para mentir y no lo dejó en vergüenza.
Sé muy bien que nunca nadie entenderá este amor,
esta fidelidad, esta espera, este anhelo, ni todos estos sentimientos por él guardados,
pero no me importa; mi Dios lo sabe
bien, conoce cada uno de ellos, lo conoce a él; y me consuela. Sé que
regodearme en el dolor no es sano, pero me aferro a éste como un clavo ardiente,
me resisto a dejarlo porque sé muy bien que el día que lo supere también es muy
posible que lo habré olvidado y me niego en rotundo a ello. A pesar de que físicamente el ya no está
conmigo, permanecerá en mi mente y mi corazón hasta el final de mis días y le
amaré y defenderé aun con mi último respiro.
No tengo idea de lo que ocurrirá mañana; dónde me llevara este viaje que
es la vida misma, pero, con la esperanza de ver el rostro amado de mi Señor Jesús,
volver a verle a él y saber que consiguió el descanso que su corazón herido y
cansado necesitaba y pedía a gritos; vale la pena vivir.
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